De cómo el colectivo nos hace seres humanos

(Basado en “Sapiens: de animales a dioses”. Yuval Noah Harari. 2011)

Homo sapiens, la especie dominante sobre todas las especies de seres vivos. Hace 17.000 años, llegamos al continente americano pateando camino desde África, gracias al puente sobre el estrecho de Bering. Domesticamos plantas y animales inventando la agricultura. Creamos asentamientos. Desarrollamos la escritura, en principio para registrar trueques de alimentos, mutando a cataratas de ideas como la Biblia, los Diálogos de Platón, Don Quijote de la Mancha y Doña Bárbara, señores contando sus hazañas en el recorrido del camino del héroe. Dilucidamos que la Tierra es redonda -en realidad un esferoide oblato, pero no caigamos en tecnicismos- y llegamos al cálculo diferencial, el origen de las especies y la teoría de la relatividad. Parecemos especiales en nuestra visión antropocéntrica capitaneando todas las cadenas tróficas, pero la verdad es que no fue siempre así: ¿cómo nuestra especie pasó de ser un simio más sobreviviendo en la sabana, a lo que conocemos como seres humanos con pulgares oponibles para enviar mensajes de texto? Sí, somos especiales, pero probablemente no como pensamos.

 

En el imaginario colectivo tenemos la imagen de un documental del Serengueti: una manada de humanos jugando con pedernales, cuando de repente, una chispa, otra chispa, ¡el fuego! Definitivamente el descubrimiento de cómo controlar tal fuente de calor y energía representó un punto de inflexión en nuestra historia respecto a los demás animales, pero probablemente fue producto sinérgico del azar más la insistencia del ensayo y error. Permitió adelantar un paso y no estar siempre a merced del ambiente y sus inclemencias. Alejamos depredadores, nos calentamos en las noches frías, despejamos pastizales, y desbloqueamos el nivel de la cocina y sus virtudes, aunque pasarían demasiadas lunas hasta llegar al prodigio de la empanada.

 

Un simio de características físicas similares a las del humano pasa entre 8 y 10 horas al día consumiendo los alimentos necesarios para conseguir un aporte calórico suficiente que le permita mantener el resto de sus funciones metabólicas. Gracias a la cocción, el humano disminuyó ese tiempo a 3 horas diarias, ¡menos de la mitad! Además, el proceso de digestión se facilitó para nuestro cuerpo, acortando la longitud del intestino con un excedente energético y de tiempo “libre” que -afortunadamente- pasó a ser invertido en trabajo cognitivo. Dejamos de comer y comenzamos a pensar. ¿Primero pienso luego existo? Descartes tenía razón, pero ese paso entre el pensamiento como etapa previa al raciocinio y la conciencia, nos tomó un tiempo.

Hay evidencias que las especies de Homo sp. dominaron el fuego hace un millón de años. Entonces, a pesar de que el fuego implicó un salto en nuestra especie y quedó registro de ello en herramientas y artesanías, no tuvo repercusiones directas y, sobre todo, rápidas en número de individuos y en el concepto definitivo del humano dominante actual. Nos mantuvimos equiparables en cantidad y comportamiento a elefantes, felinos, vacas y pollitos. El león seguía siendo el rey de la sabana -no hay leones en las selvas-. Sin embargo, se podría decir que tuvimos ese tiempo para perfeccionar otras características. Los bebés de la era de fogata nacían con un cerebro más grande. El parto se producía prematuramente por el límite de peso que la madre puede cargar durante la gestación. Estos cachorros humanos vienen con una cabeza desproporcionada al resto de su cuerpo, así que no pueden andar solos. No están completamente desarrollados y demandan cuidados permanentes, al menos los primeros dos años de vida. Se necesitan muchas manos para cuidarlos, así que nos mantuvimos viviendo en manadas y los lazos familiares se hicieron más fuertes convirtiéndose en alianzas y garantía de sobrevivencia. Se fomentó el altruismo -aunque en evolución es un término polémico por la deformación del concepto de “la sobrevivencia del más apto”- y sobre todo la confianza en el otro. Esto es el combustible en la aceleración del proceso de prevalencia de la humanidad, como la colectividad fue lanzando hilos para tejer una futura sociedad.

 

Pasamos un millón de años vagando por el mundo hasta donde nos pudieran llevar nuestros pies. Dejamos huellas en muchos lugares, pero sin nociones de dioses y sin saber que Prometeo nos había hecho un favor, hasta que domesticamos un nuevo aliado: el trigo. Aunque la primera imagen que nos venga a la cabeza sea la de un perrito, el inicio del amor con Cannis lupus familiaris comenzó un poco antes, y seguimos juntos en esta historia. La especie humana aprendió a sembrar, a cosechar. Se le sumaron otros vegetales, después algunos animales. Ya no era necesario ser un cazador-recolector, ahora aprendimos a hacer cerveza y pan. La manada dejó de vagar y empezamos a tener aldeas. Ya no vivimos en grupos de algunas decenas, los grupos de convivencia crecieron exponencialmente. Las relaciones entre personas se basan en el contacto cercano y frecuente, y el máximo de interacciones que se puede tener -garantizando cierto grado de intimidad- es con otros cien individuos. Todos lo sabemos. Nadie mantiene conversaciones constantes con los mil quinientos contactos en redes sociales, pero están allí, probablemente, porque son “amigos de amigos”. Ese es el quid de la evolución social.

La confianza se crea no sólo por contacto directo, sino también por la certeza de que, si mi amiga Susana es amiga de Julián, entonces él debe ser una buena persona, o al menos es un candidato fuerte para convertirse en miembro del círculo de familiaridad. En nuestros tiempos no es algo que aplique siempre, pero hace 12.000 años era una afirmación importante en una sociedad en desarrollo. Antes de la revolución agrícola, la vida consistía en sobrevivir al día a día, pero con la cultura de las cosechas se comenzó a planificar. Se siembra en otoño, se colecta en primavera, se almacena para el invierno. Las habilidades de trabajo comenzaron a especializarse porque comienzan a existir nuevas necesidades y se maximiza el valor de la colaboración entre extraños. Confío en que Julián puede arreglar el techo de mi casa porque Susana me habló del arreglo de su cerca, y él confía en que le puedo pagar ese trabajo con mi excedente de trigo para el invierno.

 

Este concepto de convicción en la colaboración es una de las primeras ideas humanas en las que se basa nuestra sociedad. Existe sólo en nuestro imaginario, no tiene textura, olor o sabor -como las empanadas-, pero es la base fundacional todo tipo de relaciones. La noción inicial de confianza en vecinos se complejizó a otros ámbitos de la vida y fue llevando de la mano el crecimiento del colectivo que, en este punto, se podría definir como un grupo de personas que tienen características comunes y persiguen un objetivo en conjunto. Palabras que hablan del grupo, de la evolución de la manada primigenia. 

La cooperación llevó entonces a procesos de formación de identidad. Pertenecemos al mismo grupo por convivencia, por oficios, por referencia. Un día nos dimos cuenta de que en verano el sol está en el cielo muchas horas, hay alimentos disponibles y calor para pasear sin peligros, pero en invierno apenas aparece y la frugalidad es mandamiento. Entonces el sol es importante, nos da calor y sustento. Así que posiblemente tenga otros “poderes”. Nace ahora el sol como deidad y nos identificamos como hermanos bajo sus rayos. La aldea se hizo pueblo, y capaz ciudad, reino y ahora país. Hay una bandera que identifica ese territorio donde crecí y deja de ser una tela con colores para convertirse en el símbolo de vivencias compartidas: ver la misma montaña todos los días, el olor de las mañanas, el concepto de vida diaria y la concepción de un sistema de valores de los nativos, suele ser una experiencia compartida. Nunca nos hemos visto, pero si eres mi hermano de la deidad sol, o reconoces mi bandera como tuya, probablemente tengamos experiencias y sentimientos compartidos. Tienes la contraseña de entrada a mi manada.

 

La creación de conceptos compartidos dentro de un sistema ético y manejados como lenguaje han sido el movilizador del crecimiento de los grupos humanos. Esta parece ser una frase elaborada y lejana a nuestra cotidianidad, pero en realidad ha ido hilando nuestra historia. Gracias a las ideas, los humanos se han unido en colectivos y marcado hitos. El comercio de los excedentes de las producciones se manejaba a través del trueque, que en un momento se sustituyó por el “abuelo del dinero” que, más allá de monedas, era respaldo de confianza, disparándolo alrededor del mundo. Era difícil saber cuántos sacos de sal valía un carruaje con sus caballos y el dinero era un lenguaje común. Por bien o por mal, se convirtió en un valor que a veces importa más que la libertad, aunque podría considerarse un camino hacia ella. Una relación de amor y odio al consumo, pero este es otro tema del humano con su potencial de hacer con las manos y destruir con los pies.

 

Identificarnos con ideas e ideales nos une a través de la confianza a pesar de las distancias. Te hace entender el sentimiento de la lucha por los derechos humanos, comprar en tiendas internacionales con una tarjeta de crédito que aceptan en todos los países, abrazar a la persona más cercana en navidades. Todos hemos sonreído si en un país diferente al nuestro alguien habla de la arepa, o esa sensación de ser “menos extraños” si pisamos la misma costa un día cercano al solsticio de verano. El lenguaje de las ideas y las ideas como lenguaje, ambos unificadores del individuo dentro del colectivo nos ha hecho llegar hasta aquí.

Definitivamente no hay sólo una característica o herramienta que nos haya traído a este punto de predominio sobre todas las especies, sino que es consecuencia de una realidad diseñada por conceptos humanos que se han ensamblado en formas más robustas. El material genético humano es 99% igual a de los chimpancés, y son evidentes esas similitudes desde la habilidad de crear herramientas hasta las relaciones de manada y expresión de sentimientos. Sin embargo, nosotros comenzamos con el fuego y llegamos a la luna. Tenemos dioses, creencias, cultura. Creamos sociedades, naciones e identidades. Vivimos el colectivo y sobrevivimos gracias a él. Somos conscientes de la muerte y vivimos con la necesidad de trascendencia. Queremos ser únicos, pero también queremos pertenecer. Podemos crear ideas, conceptos y convertirlos en realidades. Tenemos inspiración, la llamamos esencia. Resuena la idea de que en ese 1% está lo que nos hace humanos, ¿será allí donde habita el alma? 

Foto de portada: Ana González

Bióloga de la Universidad Simón Bolívar Bailadora de Danzas Tradicionales Venezolanas Creyente de la ciencia y el conocimiento Esperanza en la magia de la vida Siguiendo la música de las palabras

Comment (1)

  • Jesús Grimón

    Excelente artículo, la dosis justa, entre ciencia y coloquio, para darnos un paseo ameno por la evolución del colectivo.

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